lunes, 18 de enero de 2010

reflexiones temporales


El tiempo.

El gran escultor, el que huye, el que devora a sus hijos, la segunda dimensión, sin la que nuestra existencia no es imaginable. El tiempo lineal, la "redondez" de los días (Giono)...

Su paso nos cautiva cuando nos detenemos, en un alto del camino de la vida, a contemplar el recorrido o nos percatamos del que queda para alcanzar la deseada meta.

Lo asociamos al reloj, al calendario cuyas páginas van cayendo, dias, semanas, meses, años y también siglos, milenios, eras.

Contemplado desde la vida de un humano el tiempo tiene una concordancia relativa a sí mismo. La historia, desde que es parte de la memoria, nos hace ver lo pasado con relatividad. Ha acaecido mucho o poco tiempo, depende de como lo esté viviendo, de la edad del que percibe y hasta de la naturaleza de su carácter, que algunos somos más y otros menos dados a su contemplación, a detener las horas con el recuerdo o la melancolía, o a acelerarlas con la ansiedad o la angustia.

A mi el tiempo me impresiona desde que era niño. Solía decir ya entonces una frase que ahora repito, común si se quiere, aunque tremendamente real. Le ponía un signo de admiración al verlo pasar, como si se tratara de un elemento ajeno a mi con naturaleza propia. Solamente más tarde me pude dar cuenta de que el tiempo no transcurría, sino que era yo el que lo hacía y mi circunstancia. Entré entonces en percatarme de que todo , absolutamente todo, era efímero, pasaba, se transformaba y nada quedaba igual.

Alrededor del tiempo baila la realidad, girando y evolucionando como un caleidoscopio enloquecido del que en ese instante soy el que mira a su través, mientras cambio danzando a mi vez, más o menos conscientemente.

Recientemente, estaba leyendo un libro de Michel Onfray, homenaje a la vida sin blindaje del condottiero de Verrochio, la famosa estatua en Venecia. El filósofo ve en su gallarda postura, en sus gestos y en la fiereza de la representación, el signo de que la vida es más feliz cuando vivida en la aceptación de la naturaleza verdadera, orgullosa , no falazmente revestida de falsas humildades impuestas - a su criterio- por el cristianismo.

En el hombre del Renacimiento, representado por el condottiero, reconoce el ideal clásico griego, que vive la vida en cada momento, aceptando el giro de peonza de la existencia impulsada por el tiempo y el espacio en que se mueve.

En la aceptación de la "efemeridad" del observador y de lo observado, la naturaleza del contacto se hace real y asume que nada permanece y que el tiempo no es sino un elemento esencial del hecho mismo de existir.
Y ahi queda en subjetiva reflexión qué hay de permanente en este Universo. Si lo que permanece es justamente el devenir o bien la esencia misma, ambas consecuencia de nuestro ser racional capaz de discernir la realidad separandola de lo observable.